Letras
La vida no es muy seria en sus cosas
Juan Rulfo
Aquella cuna donde Crispín dormía por entonces era más grande para su pequeño cuerpecito. Sin conocer todavía la luz, puesto que aún no nacía, se dedicaba sólo a vivir en medio de aquella oscuridad y hacer, sin saberlo, más y más lentos cada vez los pasos que daba su madre al caminar por los corrredores, por el pasillo y, a veces, en alguna mañana limpia, yendo a visitar el corral, donde ella se confortaba haciendo renegar a las gallinas robándoles los pollitos, y escondiéndose dos o tres abajito del seno, quizá con la esperanza de que a su hijo se le hiciera la vida menos pesada oyendo algo de los ruidos del mundo.
Por otra parte Críspin, a pesar de tener ocho meses ahí adentro, no había abierto ni por una sola vez los ojos. Hasta adivinaba que, acurrucado siempre, no había intentado estirar un brazo o alguna de sus piernitas. No, por ese lado no daba señales de vida. Y de no haber sido porque su corazón tocaba unos golpecitos suaves a la pared que lo separaba de los ojos de su madre, ella se hubiera creído engañada por Dios, y no faltaría, ni así tantito, para que llegara a reclamarle aunque sólo fuera en secreto.
-El Señor me perdone-se decía- pero yo tendría que hacerlo, si él no estuviera vivo.
Con todo, él estaba bien vivo. Cierto es que se sentía un poco molesto de estar enrollado como un caracol, pero, sin embargo, se vivía a gusto ahí, durmiendo sin parar y sobre todo, lleno de